Los primeros corsos santafesinos tenían su recorrido, que comenzaba en calle Comercio (hoy San Martín) desde la Plaza de Mayo hasta Tucumán, doblaban para volver por San Gerónimo y llegar a calle 23 de Diciembre (hoy Gral. López). Algunos años después se extendió hasta Humberto 1º (hoy Hipólito Irigoyen), y finalmente hasta Boulevard.
También en el Paseo de la Ondinas, en la actual intersección de Rivadavia y 1° Junta, se juntaban los criollos y marinantes a bailar con sus damas hasta la madrugada.
El teatro Argentino, de calle Lisandro de la Torre entre San Martín y 25 de Mayo, se bailaba después de la función de teatro. Otro teatro que participaba era el Politeama, ubicado en San Gerónimo y 1° Junta.
El último día de la fiesta se realizaba el “entierro del Carnaval”, que se trataba de la quema de un muñeco llamado “Judas” relleno de cohetes y bombas de estruendo. A esta ceremonia acudía toda la población de Santa Fe, y se llevaba a cabo en el barrio sur.
Los bailes del Carnaval eran célebres y existían varios puntos de encuentros, entre ellos el Club del Orden, reuniendo a las familias. También se organizaban en las casas particulares, y entre los bailes populares de destacaba el de la Plaza de Mayo, donde tocaba la Banda de Policía y una orquesta de acordeones y guitarras.
Las comparsas dieron su toque de alegría en estas fiestas. Tal vez la primera fue la llamada “Alegría” presidida por Nicolás Fontes, y en la que participaban, entre otros, Bartolomé Aldao, Juan Arzeno, José Gálvez, Francisco Clucellas, etc.
Se conocía en la misma época la comparsa “La Juventud”, dirigida por el coronel Ricardo Basso, e integrada por Néstor de Iriondo, Ricardo Aldao, Sebastián Puig, para nombrar algunos; siendo su orquesta dirigida por Vicente Geannot.
Durante la época de las revoluciones y disturbios políticos las comparsas no concurrían a los corsos por temor a enfrentamientos armados. Pero pasados estos acontecimientos, en abril de 1878, se forma la comparsa “La Fraternal” que reúne a los bandos en pugna hasta ese momento.
Terminado el corso, las bandas recorrían las casas de familia, para dar serenatas prefiriendo las casas de las novias o “festejantes” de los que formaban la comparsa.
Estos bailes duraban hasta pasada la medianoche, y los visitantes eran agasajados con vasos de agua fresca de aljibe, licor de rosas y cerveza. Las niñas regalaban a los presidentes de las comparsas, y a sus “festejantes” espléndidas coronas y ramos de flores naturales.
Otras comparsas que se destacaron en la historia de los carnavales fueron: “La Marina” en 1878; “Los Locos” en 1880; “Los Negros” y “Los Monos” en 1883; “Los Murmuradores”; “Los seis”; “Los Guitarreros”; “Los Luises”, “Los Hijos de la Noche”; “La Tuna”; “Marinos en tierra”; “Los Descamisados”; “Los Invencibles”, entre otras.
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Los Carnavales
(mediados del siglo XIX)
Después de las fiestas de Guadalupe vienen las de Carnaval. Desde nuestra azotea, dominamos la plaza y calles adyacentes. En las casa vecinas, preparan el Carnaval con varias semanas de anticipación. Una cantidad enorme de huevos previamente vaciados con precaución, se llenan con agua perfumada, cerrándolos en uno de sus extremos por redondeles de tafetán verde, azul y rosa, engomados. Estos huevos se distribuyen en canastillas, cajas y bolsas a los caballeros de la casa. Cuando no es suficiente la provisión, se recurre a las mulatas y negras que venden esos proyectiles, indispensables en tiempo de Carnaval. Los aguateros van y vienen sin descanso, vaciando sus barriles en todos los recipientes imaginables, que se acumulan tras de los antepechos de las azoteas. Terminados estos preparativos, ya puede empezar el Carnaval, y se inicia, en efecto, a la señal de un cañonazo, el lunes a mediodía, dándose comienzo a las hostilidades. En seguida desembocan, por todas las calles, escuadrones de jinetes que van y vienen a gran galope, recorriendo todos los circuitos posibles. Las damas aparecen en las azoteas y a poco el bombardeo, se hace general. Las señoritas arrojan agua en todas formas sobre los caballeros. Los caballos, asustados bajo la inesperada catarata, se encabritan, dan coces, se abalanzan y ponen a prueba la habilidad de los jinetes. Estos, con la mano que tienen libre, lanzan huevos, uno tras otro, a la altura de las azoteas. Las damas los evitan como pueden pero los proyectiles se suceden con tal rapidez, que pronto, peinados y vestidos dejan ver las señales de la batalla. Al más arrojado, ágil y diestro de los jugadores se le arroja desde los balcones una gran corona de laureles rosas, que se pone como adorno al pecho del caballo, proclamando así la victoria del jinete. Las frases alegres, los desafíos, las réplicas, las agudezas, suben y bajan como proyectiles, desde los balcones a la calle y desde la calle a los balcones. No bien se aleja una banda de jinetes ya aparece otra, para continuar el asedio, encontrando siempre a las bellas dispuestas a la defensa. El juego, renovado de continuo, dura toda la tarde. A las seis, otro cañonazo interrumpe las singulares justas, aplazándolas hasta el día siguiente. En la calle, los chiquillos, armados de aparatos muy semejantes a los del “Enfermo de aprensión”, se esfuerzan por mojar a los paseantes y hacen penetrar los chorros de agua por puertas y ventanas cerradas con precaución en estos días. Nunca terminan estos juegos sin algún accidente: son lastimaduras en los ojos o en la cabeza, producidas por los huevos lanzados de muy cerca, o bien caídas de los caballos que resbalan sorprendidos por el agua y los gritos, despidiendo al jinete o apretando a los viandantes. Pero esto no significa nada. Todos se divierten despreocupadamente, llenos de alegría y vuelven a casa calados hasta los huesos, cansados a no poder más y dispuestos a recomenzar al día siguiente. Cuentan que Rosas, el mejor jinete de su tiempo, no dejaba nunca de mostrar sus habilidades en Carnaval. Solía llegar al galope frente a las casas de algunas bellezas porteñas, sofrenaba el caballo hasta ponerlo en dos patas y mientras lo hacía girar por completo en esa posición, arrojaba a los balcones un ramo de flores, antes de que el animal asentara las patas delanteras. He visto hacer esta prueba en Santa Fe, y resultaba muy lucida, pero requiere una gran destreza y mucho dominio en el manejo del caballo.
Lina Beck Bernard. Cinco años en la Confederación Argentina 1857-1862. El Ateneo. Buenos Aires. 1935.
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